miércoles, 4 de diciembre de 2013

LICENCIA PARA SER PADRES



Cuando hablamos de paternidad, por simple contigüidad tenemos que acercarnos al mejor ejemplo con que contamos los seres humanos, al de nuestro Padre en el cielo. Tener un hij@ es algo trascendental y no puede ser tomado como una obligación, accidente o casualidad; ya pasaron los tiempos arcaicos en donde reproducirse era una condición de supervivencia, tanto en la prehistoria como en la edad antigua era indispensable que las tribus fueran creciendo en número para asegurar una cantidad aceptable de trabajadores y protectores del territorio patriarcal. Por eso las familias eran numerosas y su tradición era imperturbable, porque de esta forma las costumbres se iban imprimiendo  de generación en generación y las familias se convertían en tribus y las tribus en culturas y las culturas en estados feudales o políticos. En este siglo ya no es necesario tener una docena de hijos para que te ayuden a trabajar la tierra, y otra docena para que se encarguen del comercio y la protección de la grupo social, ahora tenemos organizaciones políticas, sociales, económicas, jurídicas y administrativas que garantizan nuestra protección, propiedad y alimento, sin mencionar que la sobrepoblación humana amenaza seriamente la supervivencia del planeta.
Es decir, ya no deberíamos reproducirnos por placer, por descuido o por pereza, el legado del ser humano se ha plastificado en las entrañas más profundas de todos los paisajes geográficos de la Tierra y tomará millones de años antes de que se extinga. En términos biológicos, nuestra especie ya ha asegurado su perpetuidad.

Estamos en una época en que tenemos la obligación moral de usar adecuadamente cada uno de los recursos, tanto naturales como humanos y eso significa que tenemos que elevar el nivel de inteligencia emocional que se espera de quienes se convertirán en figuras parentales, esto implica privilegiar el derecho de nuestr@ hij@ a existir por encima de nuestro reflejo primitivo de reproducirnos. 

La paternidad debería tener como condición el que ambos progenitores, o al menos la figura parental, haya alcanzado un estado mínimo de madurez emocional, salud psicológica, estabilidad económica, realización laboral y seguridad social. Pese a todas nuestras creencias románticas no todos los habitantes de este mundo están capacitados para ser padres, sé que esto puede sonar discriminatorio e incluso prejuicioso, pero esa es la cruda realidad expuesta por las estadísticas de maltrato intrafamiliar, violencia contra los niñ@s,  abandono y negligencia de los padres, tráfico de menores, trabajo forzado, abuso sexual de menores y otras atrocidades que pueden dejar de ser meras figuras demografías, si nos detendríamos a preguntarle a cualquier pequeñ@ que nos pide limosna en las esquinas. 

¿No les parece absurdo que no nos preocupe la forma en que un nin@ es traíd@ al mundo y en qué condiciones será recibido, a veces sin que para su existencia se consideren ninguno de los derechos humanos que supuestamente son constitucionalmente irrenunciables? Toda esta indiferencia mientras que imponemos los más creativos requerimientos para que los ciudadanos accedan al derecho de ocupar funciones mucho menos importantes que el de ser referentes absolutos de otro ser humano. Por ejemplo, en algunos países se necesita tener registro y licencia para poder adquirir una mascota, pero para embarazarse no hay edad mínima, evaluaciones ni prerrequisitos. En todo el mundo, es obligatorio hacer un curso de manejo y mecánica, además de la condición de pasar un examen y obtener una licencia antes de que podamos conducir un vehículo; sin embargo no se exige licencia para ser padres, aunque el daño que se puede hacer a un niñ@ es mucho peor que el que podríamos ocasionar al vehículo y con éste si no estamos preparados para guiarlo. De igual manera, esperamos que los docentes que facilitan el proceso de aprendizaje de nuestros hij@s en escuelas, colegios y universidades, tengan estudios, títulos, credenciales y acreditaciones que nos garanticen la calidad de la enseñanza, a pesar de que nuestr@s hij@s pasan la mayor parte de su tiempo en casa, en familia y al cuidado de los padres, lo cual implica que más allá de la educación formal y académica, la formación ética y el crecimiento emocional de los niñ@s depende de sus padres. Lo cual implica que los mayores responsables por la salud mental, emocional, física y psicológica de sus hij@s son sus padres.

En consecuencia, no sería importante empezar a cuestionarnos la arrogancia de pensar que por el solo hecho de ser seres humanos, tenemos el derecho de traer al mundo cuantos bebés se nos ocurra, aunque sea por razones egoístas y prepotentes; como el hecho de asegurarnos tener compañía y apoyo económico o moral, o acceder a una renta permanente de herencia o pensión alimenticia, o por no sentirnos fracasados porque no alcanzamos nuestras metas, o para salvar el matrimonio, amarrar a la pareja o forzar un compromiso. Los niñ@ s no son mascotas que nunca van a irse de casa, no tienen por qué comportarse como apéndices de sus progenitores y compartir con ellos un solo cerebro, tampoco podemos concebirlos como esa versión de “MINI-ME”, ese clon que va a arreglar mis frustraciones y reparar mis faltas y es obvio que los hij@s no son moneda de chantaje, intercambio o armas de ataque contra nuestra pareja o ex cónyuge.

Encima de todo, ser padres hoy en día significa un reto mucho mayor, porque la vida es más rápida y más confusa, porque el mundo allá afuera es demandante y violento y porque para ser padre o madre hay que quererlo realmente porque los niñ@s de hoy ya no son como los bebés de antes;  muchos de nosotros nos hemos quedado inmóviles y usando una elegante cara de incógnita cuando no logramos descifrar lo que nuestro pequeño retoño quiso decirnos, lo que ansía, pretende, aspira o necesita o porqué su comportamiento se nos hace extraño, ridículo, ajeno y a veces hasta absurdo.

Ahora más que nunca es importante recordar que para entender a otra persona, primero tenemos que conocerla, aceptarla y lo más importante, escucharles por encima de nuestra propia voz. Para amar a un nin@ hay que dejar de lado nuestro guion personal, esa novela que nos imaginábamos aún antes de que nazca y que será protagonizada por el pedacito de nuestro ser que tiene todo lo mejor de nosotros, que es nuestro legado y hereder@, es decir; el pequeñín que esperábamos de perfecta burbuja doméstica y modales impecables, el que siempre obedece, nunca rezonga y contesta a todo con un sonriente y entusiasta “!Si mamita!”

Lamentablemente cuando aterrizamos en el mundo real, todo este reino encantado empieza a derrumbarse con el primer coraje, berrinche, pataleta, arranque de capricho y otras demostraciones de alteridad o rebeldía de bebé, y es justamente ahí cuando nos damos cuenta de que hijit@ nos está arruinando la película, simplemente porque tiene la osadía de tomarse la libertad de pensar y actuar por sí mismo; incluso cuando ésta recién estrenada autonomía no entre en conflicto con nuestros más queridos preceptos. Y es que nos guste o no, los bebés tienen la mala costumbre de empeñarse en dejar de serlo, no sólo crecen sino que en esta era y en este instante lo hacen cada vez más temprano y con múltiples opiniones.

Parecería que ahora el mundo gira mucho más rápido y que entre la tierra y el cielo, los cambios son cada vez más violentos y menos estructurados; lo cual significa que como habitantes de esta “realidad liquida” evocada por Lyotard, nuestr@s hij@s se han convertido en seres fluidos, casi diluidos en conceptos existenciales que tienen mucho de funcionalidad pero poco sentido de pertenencia. Y no es que los infantes no sean parte de algo, puesto que lo son, y de muchas cosas, grupos, redes sociales e incluso ideologías; pero muy pocos se sienten realmente parte de una familia de origen que los ame incondicionalmente, de un colectivo social que tiene la obligación de legarles un sistema de valores, un designio de supervivencia, un propósito existencial, una herencia filosófica, una cosmovisión y una identidad primigenia; en resumen, un lugar en el mundo.

Todo lo mencionado anteriormente nos lleva a una sola conclusión, un resultado ineludible; el sentido de pertenencia de todos y cada uno de nosotros depende de lo eficiente o negligente de nuestra inscripción en la cultura, de cuan comprometidos estaban nuestros padres en construir para nosotros un eje de origen suficientemente fuerte como para que podamos enraizarnos en esta plataforma de mitos familiares y tener siempre una línea de seguridad que nos sostenga en este mundo aun en la peor de las circunstancias.

“Sentido de pertenencia”, suena a mambo jambo psicológico, a palabrería de nueva era, pero es un concepto básico, fundamental y estructural de todo proceso de paternidad; pero de que se trata exactamente, pues, el sentido de pertenencia significa que l@s chiquill@s necesitan sentirse absolutamente conectados con algo más grande y trascendental que ell@s y que es representado por el credo familiar que estructura un estado doméstico, aquello que da sentido y que significa el ser SUCES@R de un apellido y una tradición social, emocional, económica y espiritual.
Cuando falla este sentido de pertenencia los niños se quedan en una etapa anterior en la cual no han terminado de introyectar un sistema propio de valores, es decir no han completado la transición entre el portarse bien de acuerdo a lo que sus padres esperan de ell@s y el vivir de acuerdo a sus propias creencias y paradigmas, que a su vez son el resultado de un proceso reflexivo de análisis y evolución de los principios que aprehendieron de sus figuras de autoridad. Lo cual no quiere decir que dejen de respetar las certezas de su sistema familiar, sino que ya no hacen o dejan de hacer las cosas porque alguien se los pide o impone, sino porque así decidieron vivir su vida enmarcada en un sistema ético propio, sostenible y sustentado en el discurso de su particular subjetividad.

“Quién soy y hacia donde decido llevar mi vida”,  ese paradigma da origen al entramado de una historia personal cuyo prefacio se imprimió mucho antes de que mis padres conjuraran siquiera mi posibilidad de existencia y que corresponde a los lenguajes con que nuestros antecesores nos pensaron, idearon, evocaron, planearon y finalmente trajeron a este mundo. Si este prefacio se consolida como un pasaje solido entre quien soy para ellos y quien soy para mí mism@, el sentido de pertenecía se cristaliza y mi subjetividad se torna en un entretejido de identidades únicas, propias y concretas elaboradas dentro del marco referencial de una ética nueva alimentada de la sabiduría ancestral de quienes me hablaron, aceptaron y reclamaron como SU HIJ@.

Este prefacio de lenguajes mitológicos implica que como padres, debemos estar dispuestos a dar la vida a nuestros hijos sin egoísmos, manipulaciones ni deudas ajenas, sin expectativas frustradas de mi propia leyenda personal ni agendas ocultas; en ese sencillo hecho de regalarles la vida, SU VIDA; de traerlos al mundo sin más intención que el darle a un pequeño ser la oportunidad de convertirse en un hombre o mujer con libertad, tranquilidad y seguridad de que sus progenitores, pase lo que pase, lo vamos a amar siempre.

El sentido de pertenencia es esa confirmación recurrente, persistente, constante e inmutable y sobretodo amorosa, de que, como lo hicimos el primer instante de reconocernos en ese rostro tan nuevo y tan familiar al mismo tiempo; ese pequeño regalo de Papito Dios, ese angelito de dulzura, esa princesa delicada, ese hábil artista, ese creativo delincuente juvenil, ese precioso o preciosa ES y va a ser hasta el fin de los tiempos: MI HIJO o MI HIJA a quien amo por el solo y sencillo hecho de existir y de ser MI HIJ@.   

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