Cuando hablamos de paternidad, por simple contigüidad
tenemos que acercarnos al mejor ejemplo con que contamos los seres humanos, al
de nuestro Padre en el cielo. Tener un hij@ es algo trascendental y no puede
ser tomado como una obligación, accidente o casualidad; ya pasaron los tiempos arcaicos
en donde reproducirse era una condición de supervivencia, tanto en la
prehistoria como en la edad antigua era indispensable que las tribus fueran
creciendo en número para asegurar una cantidad aceptable de trabajadores y
protectores del territorio patriarcal. Por eso las familias eran numerosas y su
tradición era imperturbable, porque de esta forma las costumbres se iban
imprimiendo de generación en generación
y las familias se convertían en tribus y las tribus en culturas y las culturas
en estados feudales o políticos. En este siglo ya no es necesario tener una
docena de hijos para que te ayuden a trabajar la tierra, y otra docena para que
se encarguen del comercio y la protección de la grupo social, ahora tenemos
organizaciones políticas, sociales, económicas, jurídicas y administrativas que
garantizan nuestra protección, propiedad y alimento, sin mencionar que la
sobrepoblación humana amenaza seriamente la supervivencia del planeta.
Es decir, ya no deberíamos reproducirnos por placer,
por descuido o por pereza, el legado del ser humano se ha plastificado en las
entrañas más profundas de todos los paisajes geográficos de la Tierra y tomará
millones de años antes de que se extinga. En términos biológicos, nuestra
especie ya ha asegurado su perpetuidad.
Estamos en una época en que tenemos la obligación
moral de usar adecuadamente cada uno de los recursos, tanto naturales como
humanos y eso significa que tenemos que elevar el nivel de inteligencia
emocional que se espera de quienes se convertirán en figuras parentales, esto
implica privilegiar el derecho de nuestr@ hij@ a existir por encima de nuestro
reflejo primitivo de reproducirnos.
La paternidad debería tener como condición el que
ambos progenitores, o al menos la figura parental, haya alcanzado un estado
mínimo de madurez emocional, salud psicológica, estabilidad económica,
realización laboral y seguridad social. Pese a todas nuestras creencias
románticas no todos los habitantes de este mundo están capacitados para ser
padres, sé que esto puede sonar discriminatorio e incluso prejuicioso, pero esa
es la cruda realidad expuesta por las estadísticas de maltrato intrafamiliar,
violencia contra los niñ@s, abandono y
negligencia de los padres, tráfico de menores, trabajo forzado, abuso sexual de
menores y otras atrocidades que pueden dejar de ser meras figuras demografías,
si nos detendríamos a preguntarle a cualquier pequeñ@ que nos pide limosna en
las esquinas.
¿No les parece absurdo que no nos preocupe la forma en
que un nin@ es traíd@ al mundo y en qué condiciones será recibido, a veces sin
que para su existencia se consideren ninguno de los derechos humanos que
supuestamente son constitucionalmente irrenunciables? Toda esta indiferencia
mientras que imponemos los más creativos requerimientos para que los ciudadanos
accedan al derecho de ocupar funciones mucho menos importantes que el de ser
referentes absolutos de otro ser humano. Por ejemplo, en algunos países se
necesita tener registro y licencia para poder adquirir una mascota, pero para
embarazarse no hay edad mínima, evaluaciones ni prerrequisitos. En todo el
mundo, es obligatorio hacer un curso de manejo y mecánica, además de la
condición de pasar un examen y obtener una licencia antes de que podamos
conducir un vehículo; sin embargo no se exige licencia para ser padres, aunque
el daño que se puede hacer a un niñ@ es mucho peor que el que podríamos
ocasionar al vehículo y con éste si no estamos preparados para guiarlo. De
igual manera, esperamos que los docentes que facilitan el proceso de
aprendizaje de nuestros hij@s en escuelas, colegios y universidades, tengan
estudios, títulos, credenciales y acreditaciones que nos garanticen la calidad
de la enseñanza, a pesar de que nuestr@s hij@s pasan la mayor parte de su
tiempo en casa, en familia y al cuidado de los padres, lo cual implica que más
allá de la educación formal y académica, la formación ética y el crecimiento
emocional de los niñ@s depende de sus padres. Lo cual implica que los mayores
responsables por la salud mental, emocional, física y psicológica de sus hij@s
son sus padres.
En consecuencia, no sería importante empezar a
cuestionarnos la arrogancia de pensar que por el solo hecho de ser seres humanos,
tenemos el derecho de traer al mundo cuantos bebés se nos ocurra, aunque sea
por razones egoístas y prepotentes; como el hecho de asegurarnos tener compañía
y apoyo económico o moral, o acceder a una renta permanente de herencia o
pensión alimenticia, o por no sentirnos fracasados porque no alcanzamos
nuestras metas, o para salvar el matrimonio, amarrar a la pareja o forzar un
compromiso. Los niñ@ s no son mascotas que nunca van a irse de casa, no tienen
por qué comportarse como apéndices de sus progenitores y compartir con ellos un
solo cerebro, tampoco podemos concebirlos como esa versión de “MINI-ME”, ese
clon que va a arreglar mis frustraciones y reparar mis faltas y es obvio que
los hij@s no son moneda de chantaje, intercambio o armas de ataque contra
nuestra pareja o ex cónyuge.
Encima de todo, ser padres hoy en día significa un
reto mucho mayor, porque la vida es más rápida y más confusa, porque el mundo
allá afuera es demandante y violento y porque para ser padre o madre hay que
quererlo realmente porque los niñ@s de hoy ya no son como los bebés de
antes; muchos de nosotros nos hemos
quedado inmóviles y usando una elegante cara de incógnita cuando no logramos
descifrar lo que nuestro pequeño retoño quiso decirnos, lo que ansía, pretende,
aspira o necesita o porqué su comportamiento se nos hace extraño, ridículo,
ajeno y a veces hasta absurdo.
Ahora más que nunca es importante recordar que para entender
a otra persona, primero tenemos que conocerla, aceptarla y lo más importante,
escucharles por encima de nuestra propia voz. Para amar a un nin@ hay que dejar
de lado nuestro guion personal, esa novela que nos imaginábamos aún antes de
que nazca y que será protagonizada por el pedacito de nuestro ser que tiene
todo lo mejor de nosotros, que es nuestro legado y hereder@, es decir; el pequeñín
que esperábamos de perfecta burbuja doméstica y modales impecables, el que
siempre obedece, nunca rezonga y contesta a todo con un sonriente y entusiasta
“!Si mamita!”
Lamentablemente cuando aterrizamos en el mundo real,
todo este reino encantado empieza a derrumbarse con el primer coraje,
berrinche, pataleta, arranque de capricho y otras demostraciones de alteridad o
rebeldía de bebé, y es justamente ahí cuando nos damos cuenta de que hijit@ nos
está arruinando la película, simplemente porque tiene la osadía de tomarse la
libertad de pensar y actuar por sí mismo; incluso cuando ésta recién estrenada
autonomía no entre en conflicto con nuestros más queridos preceptos. Y es que
nos guste o no, los bebés tienen la mala costumbre de empeñarse en dejar de
serlo, no sólo crecen sino que en esta era y en este instante lo hacen cada vez
más temprano y con múltiples opiniones.
Parecería que ahora el mundo gira mucho más rápido y
que entre la tierra y el cielo, los cambios son cada vez más violentos y menos
estructurados; lo cual significa que como habitantes de esta “realidad liquida”
evocada por Lyotard, nuestr@s hij@s se han convertido en seres fluidos, casi
diluidos en conceptos existenciales que tienen mucho de funcionalidad pero poco
sentido de pertenencia. Y no es que los infantes no sean parte de algo, puesto
que lo son, y de muchas cosas, grupos, redes sociales e incluso ideologías;
pero muy pocos se sienten realmente parte de una familia de origen que los ame
incondicionalmente, de un colectivo social que tiene la obligación de legarles
un sistema de valores, un designio de supervivencia, un propósito existencial,
una herencia filosófica, una cosmovisión y una identidad primigenia; en resumen,
un lugar en el mundo.
Todo lo mencionado anteriormente nos lleva a una sola
conclusión, un resultado ineludible; el sentido de pertenencia de todos y cada
uno de nosotros depende de lo eficiente o negligente de nuestra inscripción en
la cultura, de cuan comprometidos estaban nuestros padres en construir para
nosotros un eje de origen suficientemente fuerte como para que podamos enraizarnos
en esta plataforma de mitos familiares y tener siempre una línea de seguridad
que nos sostenga en este mundo aun en la peor de las circunstancias.
“Sentido de pertenencia”, suena a mambo jambo
psicológico, a palabrería de nueva era, pero es un concepto básico, fundamental
y estructural de todo proceso de paternidad; pero de que se trata exactamente,
pues, el sentido de pertenencia significa que l@s chiquill@s necesitan sentirse
absolutamente conectados con algo más grande y trascendental que ell@s y que es
representado por el credo familiar que estructura un estado doméstico, aquello que
da sentido y que significa el ser SUCES@R de un apellido y una tradición
social, emocional, económica y espiritual.
Cuando falla este sentido de pertenencia los niños se
quedan en una etapa anterior en la cual no han terminado de introyectar un
sistema propio de valores, es decir no han completado la transición entre el
portarse bien de acuerdo a lo que sus padres esperan de ell@s y el vivir de
acuerdo a sus propias creencias y paradigmas, que a su vez son el resultado de
un proceso reflexivo de análisis y evolución de los principios que aprehendieron
de sus figuras de autoridad. Lo cual no quiere decir que dejen de respetar las
certezas de su sistema familiar, sino que ya no hacen o dejan de hacer las
cosas porque alguien se los pide o impone, sino porque así decidieron vivir su
vida enmarcada en un sistema ético propio, sostenible y sustentado en el
discurso de su particular subjetividad.
“Quién soy y hacia donde decido llevar mi vida”, ese paradigma da origen al entramado de una
historia personal cuyo prefacio se imprimió mucho antes de que mis padres
conjuraran siquiera mi posibilidad de existencia y que corresponde a los
lenguajes con que nuestros antecesores nos pensaron, idearon, evocaron,
planearon y finalmente trajeron a este mundo. Si este prefacio se consolida
como un pasaje solido entre quien soy para ellos y quien soy para mí mism@, el
sentido de pertenecía se cristaliza y mi subjetividad se torna en un
entretejido de identidades únicas, propias y concretas elaboradas dentro del
marco referencial de una ética nueva alimentada de la sabiduría ancestral de
quienes me hablaron, aceptaron y reclamaron como SU HIJ@.
Este prefacio de lenguajes mitológicos implica que
como padres, debemos estar dispuestos a dar la vida a nuestros hijos sin
egoísmos, manipulaciones ni deudas ajenas, sin expectativas frustradas de mi
propia leyenda personal ni agendas ocultas; en ese sencillo hecho de regalarles
la vida, SU VIDA; de traerlos al mundo sin más intención que el darle a un
pequeño ser la oportunidad de convertirse en un hombre o mujer con libertad,
tranquilidad y seguridad de que sus progenitores, pase lo que pase, lo vamos a
amar siempre.
El sentido de pertenencia es esa confirmación
recurrente, persistente, constante e inmutable y sobretodo amorosa, de que,
como lo hicimos el primer instante de reconocernos en ese rostro tan nuevo y
tan familiar al mismo tiempo; ese pequeño regalo de Papito Dios, ese angelito
de dulzura, esa princesa delicada, ese hábil artista, ese creativo delincuente
juvenil, ese precioso o preciosa ES y va a ser hasta el fin de los tiempos: MI
HIJO o MI HIJA a quien amo por el solo y sencillo hecho de existir y de ser MI
HIJ@.
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