Una de las características más importantes de las familias es la tradición domestica, el legado hogareño y la herencia cultural. Más importante que el dinero o las posesiones materiales, el patrimonio familiar está compuesto por un constructo conceptual de lenguajes, paradigmas, creencias, valores y demás ingredientes del acento o la sazón que siendo únicas, irrepetibles y particulares de cada familia, jamás se repiten. El imperativo fundamental de la condición humana y de la vida misma consiste en el hecho de perpetuarse, alcanzar la eternidad a través de una progenie bien adoctrinada en aquellas costumbres que hacen de un apellido, una familia.
La mera
supervivencia de nuestra especie, o al menos de nuestra cultura se sostiene en
este proceso de educación y adoctrinamiento de los hijos en esta especie de
cuerpo de leyes, esta constitución que rige el estado doméstico, cuya difusión
y traspaso de padres a hijos es por ende el pilar fundamental de la trasmisión
intergenaracional de aquella cualidad intrínseca que caracteriza a cada
constelación familiar y su consiguiente perpetuación. Es por eso tan importante
que el modo de vida de los hijos, para bien o para mal, sea reproducido e
inmortalizado por los hijos. Para que el patronímico, apellido o el nombre del
padre siga siendo y significando siempre lo mismo.
Sin
embargo, y sin ningún ánimo de ofender a la tradición; el hecho de que algo se
haya hecho siempre de cierta forma, no significa que esa sea la única o ni
siquiera la mejor forma de hacerlo. En otras palabras, aun cuando el chocolate
de la abuela invariablemente se prepare con canela, no quiere decir que la
canela es la única especia o el mejor condimento para el chocolate, de pronto y
como en mi caso, podemos aventurarnos en el lado oscuro y preparar mi chocolate
con pimienta.
Pero
entonces, ¿Qué garantía tenemos de que la familia siga siendo “la familia”?
Esta pregunta o mejor dicho, este temor es lo que motiva a los padres de cada
generación a enseñar, disciplinar y hasta imponer la tradición como si fuera un
imperativo trascendental del cual depende la continuación de la vida tal y la
conocemos, y es que en realidad si es así. La vida, la familia e incluso el
mundo en que estamos acostumbrados a habitar depende de que los parámetros
fundamentales se mantengan y claro que por defender este estado conocido de
equilibrio, estamos dispuestos a erradicar cualquier intento de cuestionamiento,
cambio o revuelta. De ahí que nuestros propios hijos terminen siendo tratados
como traidores a la patria si se atreven a pensar, actuar o conceptual al mundo
de otra manera.
Después de
todo, debemos recordar que la desconfianza ante lo desconocido, el miedo a lo
extraño o el pavor a lo ajeno es algo innato de la condición humana. Pero
entonces, nos vemos enfrentados ante un dilema extremadamente doloroso; por un
lado, yo creo que es importante mantener la tradición para que se perpetúe el
apellido de mi familia, pero, ¿a qué costo? Como padre o madre amorosos y
responsables, por supuesto que quisiera que mis hijos sean mejores que yo y si
es posible que sean incluso más felices, pero, ¿pueden lograrlo siguiendo mis
pasos a pié juntillas?? Mi arrogancia y orgullo humano me dice que definitivamente, “yo”, o sea “tu
madre”, “sé lo que te conviene”, en lenguaje cotidiano; “Mijita, yo sé lo que
es mejor para ti porque soy tu madre/padre y te amo”, además “yo ya pasé por
eso (cualquier situación que el hijo/hija esté experimentando al momento) y no
quiero que sufras lo que yo sufrí o cometas los mismos errores que yo”, pero,
¿cómo puedo como padre tener la certeza de que lo que funcionó para mí y en mí
tiempo va a funcionar para mis hijos en su tiempo? Y además, ¿será que puedo
tener el envanecimiento de pensar que mi palabra es la última, y que soy por
derecho el único dueño de la verdad???
No será más
fácil y más sabio aceptar que los hijos viven una realidad muy diferente y en
un mundo distinto al que caminaron y aun habitan los padres, y que aun a riesgo
de romper el status quo, deberíamos incentivar a nuestros hijos a buscar su
felicidad incluso poniendo en duda nuestras certezas. Nadie puede ser el dueño
absoluto de la verdad y parte de comunicarse es aprender a escuchar y aceptar
que todos tenemos diversos puntos de vista con opiniones diferentes, y que es
justamente en este ejercicio del dialogo de alteridades que podemos crear un
espacio social y también familiar que sea lo suficientemente grande como para
que todos podamos ser y estar-en-el-mundo.
En
conclusión, pese a que es nuestro modo de vida y gobierno el que retan al
cuestionar nuestras costumbres, paradigmas, tradiciones y creencias, y que es
nuestra constitución la que los chiquillos quieren derogar, deberíamos estar
orgullosos de que los pequeños que un día acunamos en los brazos se hayan
convertido en seres íntegros, responsables y conscientes de su lugar en la
historia. Ser padres significa entonces no solo educar, formar o instruir, sino
que también y fundamentalmente supone la capacidad para alentar a nuestras
crías a dejar el nido, promover la búsqueda de una identidad y cosmovisión
propias y respetar los paradigmas y certezas de nuestros hijos, aun cuando estos
se encentren en desacuerdo con los nuestros. Todo esto se puede hacer si tan
solo recordamos que el hecho de que nuestros hijos busquen sus propias verdades
es no solo bueno sino, inteligente y saludable, ya que el que nos contradigan y
que definan un concepto diferente de bien-estar es un signo de madurez,
responsabilidad y autoestima. Solo propiciando el dialogo y permitiendo el
cambio, únicamente consintiendo que nos contradigan y acoten, exclusivamente a
partir de la revolución perpetua es que podemos ir creciendo y evolucionando
como cambia y madura todo en la naturaleza, siempre en movimiento y
constantemente para mejor.
Es decir,
paternidad es amar lo suficiente a tus hijos como para bendecir la
auto-determinación con que los chicos nos den el primer grito de independencia.
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