miércoles, 14 de diciembre de 2011

ESCOGE SER FELIZ

Pasa el tiempo y los minutos se aceleran para llevarnos al inexorable e inevitable encuentro con el fin… Todos los segundos se extinguen, los años se acaban y las historias deben, por pereza o necesidad, escribir su última página. Pero entonces, si el fin es un elemento común a todo comienzo y la muerte es una parte cotidiana de la vida; ¿por qué le damos a cada final un lugar de tanta importancia? ¿No será que necesitamos las conclusiones para clausurar los errores que no terminamos de comprender y mucho menos queremos enfrentar o corregir? ¿Será que es más fácil dar por terminado aquello que nos causa demasiada dificultad o que no quisiéramos que hubiese sucedido de esta u otra manera?

Vivimos pensando en cómo hacernos la vida de cuadritos, caminamos evitando hacer lo que debemos para terminar remendándolo al apuro y a regañadientes, nos quejamos cuando deberíamos inventarnos soluciones, y nos justificamos en lugar de aceptar nuestros errores, perdonar nuestros defectos y enmendar nuestras faltas.

En resumen somos más culpables que creyentes, menos emprendedores que pesimistas y más narcisistas que humanistas. Como leía en mi querida Mafalda, tenemos más problemólogos que solucionólogos y esta premisa es tan cierto casa adentro como puerta afuera. Hogares y oficinas tiemblan bajo la tiránica dictadura de la epidemia depresiva de los muchos que se niegan a defender sus propias vidas y se resignan a una rutina de sobrevivencia mediocre, agotadora y aplastante.

Claro que el mundo es ancho y ajeno, cuando seguimos considerándonos visitantes de un credo que no termina de convencernos, ciudadanos de un país que debería pagar por el honor de contarnos entre sus residentes, o huéspedes de un planeta que no nos pertenece y que torturamos contaminando sin consciencia de Dios ni ley.

Si lo piensan detenidamente se darán cuenta de que los seres humanos somos una especie realmente interesante; no aceptamos nuestro origen salvaje, primitivo o instintivo y sin embargo vivimos intentando descubrir el animal que supuestamente llevamos dentro de la personalidad o fuera del horóscopo, da igual; sin darnos cuenta de que, de existir, nuestro animal totémico es probablemente todo un zoológico de impulsos incoherentes y decisiones abrumadoras, porque no es un animal verdadero sino un constructo imaginario demasiado moderno, arrogante e irreverente como para ser perfecto. Somos, vale la redundancia, más básicos de lo que quisiéramos aceptar pero menos animales de lo que nos convendría practicar. Al fin y al cabo, los animales de piel y hueso, los que aun viven en estricta lealtad a su antigua naturaleza, poseen algo que los supuestamente racionales, seres humanos pedimos a gritos; paz.

El equilibrio está en aceptar que tanto la naturaleza de nuestro mundo interno como del entorno que nos rodea, es tal y como es, podemos intentar modificarlo, acomodarlo, adecuarlo o decorarlo para sentirnos más cómodos; es posible y factible dejarnos arrastrar por la creatividad que es uno de los pocos destellos divinos que nos queda, e intentar hacer de nuestra existencia una praxis revolucionaria que a la larga corre el serio riesgo de cambiar el mundo; pero para eso se necesita tiempo, momentos de compromiso incondicional e inmutable concentración que por ahora son demasiado difíciles de agendar y aun más complicados de consumar. La vida pasa, lamentablemente, demasiado a prisa…

El apuro nos consume, pero terminamos siempre en el mismo lugar en donde iniciamos nuestra accidentada travesía; en los confines desolados de una pequeña esperanza que nos promete dicha, tranquilidad o felicidad, sin que tengamos la sabiduría para detenernos a contemplar la inmensidad de nuestra alma eterna ni el valor para cambiar la fatalidad de nuestra efímera existencia.

Que insignificantes son nuestros más tortuosos conflictos y que ridículas parecen las mejor estructuradas de nuestras terrenales ambiciones, cuando nos detenemos una fracción de un segundo a contemplar la extraordinaria naturaleza del universo. Si nada podemos decir del sobrecogedor ballet cósmico que nos rodea, como pretendemos exhalar una idea coherente acerca de lo ominoso del sentido de nuestra existencia o la razón de nuestra perseverancia. Nadie sabe a excepción de Dios la razón exacta de nuestro paso por este mundo, y nadie más que Él decide cuando y donde acabarán nuestros desvaríos. Pero mientras, es urgente dejar de magullar nuestras supuestas desventuras, renunciar al efervescente placer de ahondar nuestras diferencias; es decir, ponernos a dieta de chismes y contiendas, y hacernos cargo de la trascendental objeción a nuestra inmortalidad; nuestra propia necesidad de autodestrucción.

Deberíamos dejar de esperar y empezar a hacer, buscar las salidas y disfrutar de los laberintos, aprender a reír porque ya lloraste lo suficiente, dejar de preguntarte ¿por qué? buscarle un sentido y dominar el ¿cómo? Quizá si nos damos cuenta de que nuestro destino nos pertenece entenderíamos que cada obstáculo implica una enseñanza y podríamos aprovechar las dudas para saber que cualquier cosa es posible, lo importante no es intentar sino lograrlo.

Y si necesitas un final que justifique tu comienzo, recuerda que este año viejo está exhalando sus últimos estertores y que ya mismo es primero de enero. Así que deja de preocuparte y ocúpate, vive el presente porque el pasado ya fue y el futuro aún no llega; entonces sólo tenemos un segundo, ESTE SEGUNDO, lo demás es historia o fantasía. Ahora, en este instante, cierra los ojos e imagina tu vida tal como la deseas, despierta, sonríe y escoge ser feliz; porque si te decides el primer día del resto de tu vida, podría ser HOY.

viernes, 8 de abril de 2011

EL POSTE ALEGA DEMENCIA

Cuántas veces hemos escuchado y resentido la alegórica frase del “esque”; “esque yo no fui!, “esque no me di cuenta”, “esque tu debiste…”, Esque… ¿Esque?… ¡Esque!
No les parece que esta es una de aquellas cosas que hacen de una situación un problema, de un conflicto una crisis y de un error una desgracia. Por más que nuestros padres nos hayan educado con todo amor y comprensión o con mano dura y moralidad férrea, el “esque” es una parte inherente de nuestra cultura. Estamos acostumbrados a echarle siempre la culpa al otro o a buscar entre la superstición y las coincidencias desafortunadas una manera fácil de sacarnos la culpa de encima. Y es justamente esa, la desresponsabilización, una de las fallas más importantes de nuestro sistema educativo y de formación.
Cómo padres tenemos la obligación de preparar a nuestros hijos para que puedan sobrevivir en este mundo, y la capacidad para reconocer sus errores y hacerse cargo de la responsabilidad así como las consecuencias de sus actos, es una característica fundamental del proceso de maduración de todo sujeto. Ser humano implica ser falible, cometer errores, meter la pata a veces por negligencia propia, y otras por simple cotidianidad, pero como dicen, “errar es de humanos”.
Entonces, ¿Por qué en nuestro medio es tan complicado aceptar que todos cometemos errores? Será que desde pequeños hemos aprendido que equivocarse es malo, como si fuera un signo de debilidad, maldad o inmadurez, casi casi como que debemos cubrir a toda costa cualquier huella de nuestros desatinos como si en lugar de la Tierra, existiéramos en el país de los gatos donde todo lo que apesta termina siendo enterrado o empujado bajo la alfombra. Este simple acto de inconsecuencia termina siendo la fuente de demasiados fracasos, la justificación para desempeños cuestionables y la explicación terca para toda dificultad, además de que despoja al sujeto de su capacidad para aprehender de sus errores y convertir a una crisis en una oportunidad.
Puede ser entonces que este “esqueísmo” sea también el causante de nuestro persistente pesimismo, de la crítica destructiva e incluso de nuestra alejada y parsimoniosa indolencia. Lo desconocido es siempre amenazante, mucho más cuando este espacio de lo desconocido tiene la desventaja de presentarse como consecuencia de nuestro propio desacierto y cuando la muy necesaria introspección debe salvar los complejos de esa antigua necesidad por parecer infalibles para poder concebirnos como valiosos.
Es muy nuestro este habilidoso arte de hacernos los locos y sacarle el cuerpo a la responsabilidad por nuestros errores y a su consecuente enmienda, lo cual a más de ser desgastante, nos priva de la oportunidad de aprehender de los tropiezos entendiendo que una caída no es sino un paso más del camino. Deberíamos cambiar esta forma evasiva y condescendiente de percibirnos a nosotros mismos para que mediante la responzabilización convirtamos cada impase en una oportunidad para crecer, madurar y mejorar nuestras destrezas tanto en lo concreto como en lo espiritual. La importancia de enfrentar las consecuencias de nuestros actos yace en el hecho de que la sabiduría y por ende el éxito en la vida es un asunto de práctica, experimentación y rectificación constante, en otras palabras; “Vive y aprehende”.
Todo padre o madre debería contenerse de decirle a su hijo “”Te vas a caer!” para reemplazarlo por el “¡Sujétate fuerte!”, o intentar el “¡Tú puedes!” en lugar del fatalismo desalentador de un insulto, una burla o la humillación. La autoestima de una persona no puede depender de su forzada perfección o de su capacidad para justificarse, echarle el muerto al otro o buscarle excusas, sino que al contrario, la autoestima debería construirse a partir de una dinámica de conceptualización de mi propia autoimagen en el equilibrio entre mis fallas y mis aciertos que me permiten equivocarme, crecer, madurar, aprender; en pocas palabras caer y levantarme cuantas veces sean necesarias para encontrar las respuestas y abrir los caminos que me permitan conseguir mis metas o alcanzar mis sueños. Es mucho más productiva una sociedad donde cada sujeto se hace cargo de la responsabilidad por las consecuencias de sus actos, cumple con su palabra, es decir; hace lo que debe hacer y lo hace a tiempo y bien, esto significa que cada día trae una nueva oportunidad para vencerse a sí mismo superando obstáculos internos y externos comprometido con su propio desarrollo y evolución.
Al fin y al cabo y como dice un antiguo proverbio; aunque errar es de humanos, perdonar es divino y corregir es de sabios.

DISCIPLINA SIN VIOLENCIA

Ser padres se ha convertido en una de las funciones más difíciles y complejas de nuestro tiempo, antes la función parental estaba concretamente definida por parámetros de formación en valores, modales y educación basada en una herramienta real o imaginaria; el eficaz método del palo pedagógico.
“La letra con sangre entra”; decían los abuelos y debe tener algún valor de verdad porque después de unos bien suministrados azotes, el chico solito aprende la diferencia entre lo que debe y lo que no puede hacer. Entonces, la pregunta sería; ¿por qué es tan malo pegar a los niños?
Pues bien, cualquiera que haya sido víctima de una paliza sea “pedagógica” o no, ha sentido la maraña de sentimientos que te inundan cuando la integridad de tu cuerpo ha sido quebrantada; la ira, la rabia, la impotencia, la frustración, el resentimiento, la amargura, la decepción, la pena, el miedo, la ansiedad y la angustia que se apoderan de cada uno de tus sentidos. Esa sensación de inseguridad, de que cualquier cosa podría pasarte, ya que justamente las personas que supuestamente están en esta tierra para protegerte, te agredieron, y que no tienes más remedio que tomar una de las dos posiciones en esta ecuación; o eres víctima o eres agresor.
Esta situación hace que los niños maltratados puedan inclinarse por un mecanismo de defensa de identificación con el agresor y que de ahí en adelante vivan su vida en todos los contextos bajo el precepto de que “el que pega primero, pega dos veces” y que la única forma de sobrevivir es estar permanentemente a la ofensiva y atacar a la menor provocación e incluso a veces, solo por deporte. Estos son niños que no confian en nadie puesto que creen que la confianza, la ternura o el amor son signos de debilidad y que serán usados en su contra, por lo tanto toman, someten, se apropian, invaden y agreden para crear lealtad en función del miedo y no del respeto, con la creencia de que si son los más feroces verdugos, no volverán a ser agredidos ni a sentirse despojados de su dignidad
Otros niños maltratados tienen la angustia depresiva como mecanismo de defensa y se acomodan a toda situación adversa actuando bajo la terca convicción de que el mundo es una jungla despiadada dispuesta a tragárselos vivos. Su forma de sobrevivir será la de esperar siempre lo peor, considerarse a sí mismos victimas en potencia sin importar lo afortunado o desafortunado de la situación; creen que ellos nacieron para perder. Así van creciendo con una percepción pesimista y autocastigadora que les garantiza siempre un resultado trágico o al menos la desventaja de no tener esperanza pero no resignarse a perderla para siempre.
El maltrato confirma su cruel receta, creando sujetos atados a la esencia del maltrato, la agresión y la violencia como condición fundamental de la existencia misma. Maltratados o maltratantes, victimas o agresores, vasallos o verdugos oscilan en un pendular de miseria humana y pobreza existencial, carentes de autoestima y con el espíritu quebrantado ofertan su voluntad a cambio de una función, un escudo, una máscara o un servilismo complaciente que les ahorre el revivir la experiencia dolorosa y traumática de la infancia. Sin embargo sus vidas son configuradas bajo los mismos paradigmas absurdos, llevándolos precisamente a repetir la fatalidad amenazante de su niñez de maltrato.
Ojalá que la próxima vez que en nuestra desesperación por retomar un control que parece habérsenos escapado de las manos, recordemos que al levantar un solo dedo en contra de la dignidad, la integridad y el cuerpo de nuestros hijos, no solo estamos ejerciendo una autoridad violenta, intrusiva y totalitaria, sino que además, les estamos enseñando que su cuerpo no le pertenece y que si sus padres pudieron maltratarlo, cualquiera puede usarlo, y que no hay seguridad ni certezas en este mundo porque pegar a un niño es destruir su posibilidad de imaginar un espacio seguro y construir un hogar.
Sé que la disciplina es importante y por eso les pido que me acompañen a explorar otras alternativas para ganarnos el respeto y la obediencia de nuestros hijos explorando opciones como la comunicación abierta y fluida, el escuchar empático que nos permite entender a otros desde su propia perspectiva, la discusión argumentada con respeto a la alteridad de criterios, el reclamo responsable y la construcción de una autoestima saludable mediante la comprensión de las consecuencias de nuestros actos y su consecuente responsabilizacion. Esto nos permitirá pasar de un modelo represor y destructivo a un modelo de paternidad sistémica en el cual enfatiza el dialogo y el uso de las consecuencias lógicas como herramienta de crecimiento y aprendizaje.
La disciplina no implica someter o intimidar al otro, mucho menos cuando este otro es mi hijo, disciplina significa respeto sin coacción, chantaje, soborno, maltrato o manipulación; la diferencia entre el respeto y el miedo es la misma entre el imponer rango o proyectar jerarquía. Seamos padres, maestros, cuidadores y guías espirituales, modelos a seguir en lo práctico y en lo filosófico, de modo que cuando nuestros hijos crezcan sean mejores y más fuertes que nosotros porque no tuvieron que crecer en un mundo agresivo y limitado, sino que les heredamos un universo de libertad y responsabilidad en donde pueden construir un mundo del tamaño de sus sueños.

jueves, 3 de febrero de 2011

AMAR ES NECESITAR, NO DEPENDER

¿Qué pasaría si los cuentos de hadas tienen razón y la bella durmiente necesita un príncipe para despertarse? ¿Y qué tal si el matrimonio tradicional simplemente funciona o funciona, simplemente porque las parejas tenían roles supuestamente convencionales, pero efectivamente concebidos en el espacio casi extinguido del sentido común. Como siempre, la modernidad asoma la aterradora mascara de la singularidad egoísta representada por la porción individual. Disfrazado de prepotente autonomía, el narcisismo nos motiva construir un mundo, en donde no solo que no pueden coexistir todos los mundos, si no que a duras penas entra una persona con su ego.
Asumimos ingenuamente que podemos convertirnos en islas aisladas de todo archipiélago común o familiar. “Yo”, “mío”, “quiero” son ahora nuestras palabras favoritas. El sencillo hecho de intentar ser un “nosotros” nos parece una tarea demasiado pesada como para siquiera considerarla y claro está que el necesitar a alguien en tu vida queda siendo un acto de mediocre conformismo y absoluta debilidad. En teoría, el éxito consiste en ser auto-motivados, autofinanciados, independientes, y totalmente autónomos; porque como dicen, nadie es indispensable y todos pueden ser reemplazos; incluso el amor de tu vida. Total, porqué nos vamos a amargar si para lo que sea que necesitemos, siempre podemos acostumbrarnos a resolver nuestros problemas solos o por ultimo contratar a alguien para que lo haga por nosotros.
Es alarmante el porcentaje de ejecutivos exitosos que pueden vivir sin su esposa pero que se agonizarían sin su blackberry, su Iphone, su Ipod o su secretaria. ¿Cuántas mujeres conoces que tratan mejor a su asistente doméstica que a su esposo? Y es que a la final, la casa se caería sin la una, pero al otro ni se lo ve en la luz del día, menos se lo necesita.
No será que se equivocaron al satanizar la necesidad de necesitar al otro? ¿Puede ser que Bon Jovi tenga razón al decir que ningún hombre es una isla y que John Lennon no estaba tan loco al intentar explicarnos que el amor es todo lo que el mundo necesita. Tal vez el dinero no puede comprar la felicidad… o ¿Si?
Será que Rico McPato y el Sr. Burns son modelos a seguir o deberían interpretarse como advertencias satirizadas de la más grande amenaza de la sociedad actual; la inmensa, endémica y amorosa soledad.
Después de tanta pomada pseudo-psicológica, compresa emocional y charlatanería subliminal, seguimos preguntándonos como evitar la pandemia contagiosa del divorcio compulsivo, sin darnos cuenta de que la respuesta siempre estuvo justo en frente de nuestros ojos. No hay conjuros mágicos ni amuletos prodigiosos que garanticen un matrimonio; cuando se trata de compartir la vida, solo tenemos que estar realmente dispuestos a compartirnos a nosotros mismos; tomar la decisión de quitarnos la armadura y guardar el traje de Superman para cuando salimos a ese mundo ancho y ajeno. En casa; en el hogar que abrigamos acordando que dos corazones laten al unísono, deberíamos poder desnudarnos cuerpo y alma sabiendo que éste es mi rincón seguro, el santuario indestructible de la incondicionalidad, el respeto y la validación. Porque es precisamente en ese mundo de lo “nuestro” en donde puedo darme el lujo de confiar en otro ser humano al punto de entregarle la existencia de mi propia vida; de necesitar una mirada distinta, escuchar la alteridad de una palabra otra, el apoyo de un hombro solidario, y la ayuda empática de una voluntad que se entrelaza con la mía cada vez que su mano sostiene la mía.
Si bien es cierto, ahora las mujeres somos perfectamente capaces de pagar nuestras propias cuentas, defendernos de los peligros, arreglar el auto, la tubería, y lo que sea o de conseguir quien pueda hacerlo por nosotras, así también los hombres han aprendido a cocinar, lavar, planchar y ocuparse de cualquier tarea domestica, decorativa, emocional o parental; de todas formas y pese a tanta independencia deberíamos hacer el esfuerzo mental compartir nuestra intimidad, confiar nuestros secretos y habitar en un espacio donde los cuidados, la protección y el bienestar son privilegio y responsabilidad de ambos. No porque no pueda cuidarme sola sino porque prefiero hacerlo contigo, no porque no sea feliz conmigo misma sino que soy más feliz en tu compañía, no porque no tenga mi propio mundo, sino porque mi hogar está entre tus brazos. Puedo vivir sin ti, es simple y sencillamente que decido no hacerlo.

LICENCIA PARA SER PADRES

Ser padres significa que muchos de nos hemos quedado inmóviles y usando una elegante cara de incógnita cuando no logramos descifrar lo que nuestro pequeño retoño quiso decirnos, lo que quiere, lo que necesita o porqué su comportamiento se nos hace extraño, ridículo, ajeno y a veces hasta absurdo. Será que nos hemos olvidado de que para entenderlos, primero tenemos que conocerlos, aceptarlos y lo más importante, escucharlos por encima de nuestro guion, esa novela que nos imaginamos protagonizada por esa adorable criatura, nuestro pequeñín de perfecta burbuja domestica que tiene modales impecables y que siempre contesta con un sonriente y entusiasta “!Si mamita!”.
Todo este reino encantado empieza a derrumbarse con el primer cuestionamiento, berrinche, pataleta, arranque de capricho y otras demostraciones de alteridad o rebeldía de nuestros hijos, y es justamente ahí cuando nos damos cuenta de que nuestro bebé se quiere tomar la libertad de pensar y actuar por sí mismo, incluso cuando esta recién estrenada autonomía se oponga radicalmente a nuestros más queridos preceptos. Y es que nos guste o no, los bebés tienen la mala costumbre de empeñarse en dejar de serlo, no sólo crecen sino que en esta era y en este instante lo hacen cada vez más temprano. Parecería que ahora el mundo gira mucho más a prisa y que entre la tierra y el cielo, los cambios son cada vez más rápidos y menos estructurados; lo cual significa que como habitantes de esta “realidad liquida” (Lyotard), nuestros hijos se han convertido en seres fluidos, casi diluidos en conceptos existenciales que tienen mucho de funcionales pero poco sentido de pertenencia. Y no es que los infantes no sean parte de algo, puesto que lo son, y de muchas cosas, grupos, redes sociales e incluso ideologías, pero muy pocos se sienten realmente parte de su familia de origen, del colectivo social que tiene la obligación de legarles un sistema de valores, un designio de supervivencia, un propósito existencial, una herencia filosófica, una cosmovisión y una identidad primigenia; en resumen, un lugar en el mundo.
Todo lo mencionado anteriormente nos lleva a una sola conclusión, un resultado ineludible; el sentido de pertenencia de todos y cada uno de nosotros depende de lo eficiente o negligente de nuestra inscripción en la cultura, de cuan comprometidos estaban nuestros padres en construir para nosotros un eje de origen suficientemente fuerte como para que podamos enraizarnos en esta plataforma de mitos familiares y tener siempre una línea de seguridad que nos sostenga en este mundo aun en la peor de las circunstancias.
“Sentido de pertenencia”, suena a mambo jambo psicológico, a palabrería de nueva era, pero es un concepto básico, fundamental y estructural de todo proceso de paternidad; pero de que se trata exactamente, pues, el sentido de pertenencia significa que los chiquillos se sientan realmente conectados con algo más grande y trascendental representado por el estado doméstico, por lo que significa ser el sucesor de un apellido y una tradición social, emocional, económica y espiritual. Cuando falla este sentido de pertenencia los niños se quedan en una etapa anterior en la cual no han terminado de introyectar un sistema propio de valores, es decir no han completado la transición entre el portarse bien de acuerdo a lo que sus padres esperan de él/ella y el vivir de acuerdo a sus propias creencias y paradigmas, que a su vez son el resultado de un proceso reflexivo de análisis y evolución de los principios que aprehendieron de sus padres, lo cual no quiere decir que dejen de respetar las certezas de su sistema familiar, sino que ya no hacen o dejan de hacer las cosas porque alguien se los pide o impone, sino porque así decidieron vivir su vida enmarcada en un sistema ético propio, sostenible y sustentado en el discurso de su particular subjetividad.
Quién soy y hacia donde decido llevar mi vida es la escritura de una historia personal cuyo prefacio se imprimió mucho antes de que yo pensara siquiera en nacer y que corresponde a los lenguajes con que nuestros padres nos pensaron, idearon, conjuraron, planearon y finalmente trajeron a este mundo. Si este prefacio se consolida como un pasaje solido entre quien soy para ellos y quien soy para mí misma, el sentido de pertenecía se cristaliza y mi subjetividad se torna en un entretejido de identidades únicas, propias y concretas elaboradas dentro del marco referencial de una ética nueva alimentada de la sabiduría ancestral de quienes me hablaron, aceptaron y reclamaron como SU HIJA. Este prefacio implica que como padres estemos dispuestos a dar la vida a nuestros hijos sin egoísmos, manipulaciones ni deudas ajenas, sin expectativas frustradas de mi propia leyenda personal ni agendas ocultas; en ese sencillo hecho de regalarles la vida, de traerlos al mundo sin más intención que el darle a un pequeño ser la oportunidad de convertirse en un hombre o mujer con libertad, tranquilidad y seguridad de que como sus padres, pase lo que pase, lo vamos a amar siempre.
En conclusión, el sentido de pertenencia es esa confirmación recurrente, persistente, constante e inmutable y sobretodo amorosa, de que como lo hicimos el primer instante de reconocernos en ese rostro tan nuevo y tan familiar al mismo tiempo; ese pequeño demonio, ese angelito de dulzura, esa princesa delicada, ese hábil artista, ese creativo delincuente juvenil, ese precioso o preciosa ES y va a ser hasta el fin de los tiempos: MI HIJO o MI HIJA a quien amo por el solo y sencillo hecho de existir y de que es MI HIJO.