Ser padres significa que muchos de nos hemos quedado inmóviles y usando una elegante cara de incógnita cuando no logramos descifrar lo que nuestro pequeño retoño quiso decirnos, lo que quiere, lo que necesita o porqué su comportamiento se nos hace extraño, ridículo, ajeno y a veces hasta absurdo. Será que nos hemos olvidado de que para entenderlos, primero tenemos que conocerlos, aceptarlos y lo más importante, escucharlos por encima de nuestro guion, esa novela que nos imaginamos protagonizada por esa adorable criatura, nuestro pequeñín de perfecta burbuja domestica que tiene modales impecables y que siempre contesta con un sonriente y entusiasta “!Si mamita!”.
Todo este reino encantado empieza a derrumbarse con el primer cuestionamiento, berrinche, pataleta, arranque de capricho y otras demostraciones de alteridad o rebeldía de nuestros hijos, y es justamente ahí cuando nos damos cuenta de que nuestro bebé se quiere tomar la libertad de pensar y actuar por sí mismo, incluso cuando esta recién estrenada autonomía se oponga radicalmente a nuestros más queridos preceptos. Y es que nos guste o no, los bebés tienen la mala costumbre de empeñarse en dejar de serlo, no sólo crecen sino que en esta era y en este instante lo hacen cada vez más temprano. Parecería que ahora el mundo gira mucho más a prisa y que entre la tierra y el cielo, los cambios son cada vez más rápidos y menos estructurados; lo cual significa que como habitantes de esta “realidad liquida” (Lyotard), nuestros hijos se han convertido en seres fluidos, casi diluidos en conceptos existenciales que tienen mucho de funcionales pero poco sentido de pertenencia. Y no es que los infantes no sean parte de algo, puesto que lo son, y de muchas cosas, grupos, redes sociales e incluso ideologías, pero muy pocos se sienten realmente parte de su familia de origen, del colectivo social que tiene la obligación de legarles un sistema de valores, un designio de supervivencia, un propósito existencial, una herencia filosófica, una cosmovisión y una identidad primigenia; en resumen, un lugar en el mundo.
Todo lo mencionado anteriormente nos lleva a una sola conclusión, un resultado ineludible; el sentido de pertenencia de todos y cada uno de nosotros depende de lo eficiente o negligente de nuestra inscripción en la cultura, de cuan comprometidos estaban nuestros padres en construir para nosotros un eje de origen suficientemente fuerte como para que podamos enraizarnos en esta plataforma de mitos familiares y tener siempre una línea de seguridad que nos sostenga en este mundo aun en la peor de las circunstancias.
“Sentido de pertenencia”, suena a mambo jambo psicológico, a palabrería de nueva era, pero es un concepto básico, fundamental y estructural de todo proceso de paternidad; pero de que se trata exactamente, pues, el sentido de pertenencia significa que los chiquillos se sientan realmente conectados con algo más grande y trascendental representado por el estado doméstico, por lo que significa ser el sucesor de un apellido y una tradición social, emocional, económica y espiritual. Cuando falla este sentido de pertenencia los niños se quedan en una etapa anterior en la cual no han terminado de introyectar un sistema propio de valores, es decir no han completado la transición entre el portarse bien de acuerdo a lo que sus padres esperan de él/ella y el vivir de acuerdo a sus propias creencias y paradigmas, que a su vez son el resultado de un proceso reflexivo de análisis y evolución de los principios que aprehendieron de sus padres, lo cual no quiere decir que dejen de respetar las certezas de su sistema familiar, sino que ya no hacen o dejan de hacer las cosas porque alguien se los pide o impone, sino porque así decidieron vivir su vida enmarcada en un sistema ético propio, sostenible y sustentado en el discurso de su particular subjetividad.
Quién soy y hacia donde decido llevar mi vida es la escritura de una historia personal cuyo prefacio se imprimió mucho antes de que yo pensara siquiera en nacer y que corresponde a los lenguajes con que nuestros padres nos pensaron, idearon, conjuraron, planearon y finalmente trajeron a este mundo. Si este prefacio se consolida como un pasaje solido entre quien soy para ellos y quien soy para mí misma, el sentido de pertenecía se cristaliza y mi subjetividad se torna en un entretejido de identidades únicas, propias y concretas elaboradas dentro del marco referencial de una ética nueva alimentada de la sabiduría ancestral de quienes me hablaron, aceptaron y reclamaron como SU HIJA. Este prefacio implica que como padres estemos dispuestos a dar la vida a nuestros hijos sin egoísmos, manipulaciones ni deudas ajenas, sin expectativas frustradas de mi propia leyenda personal ni agendas ocultas; en ese sencillo hecho de regalarles la vida, de traerlos al mundo sin más intención que el darle a un pequeño ser la oportunidad de convertirse en un hombre o mujer con libertad, tranquilidad y seguridad de que como sus padres, pase lo que pase, lo vamos a amar siempre.
En conclusión, el sentido de pertenencia es esa confirmación recurrente, persistente, constante e inmutable y sobretodo amorosa, de que como lo hicimos el primer instante de reconocernos en ese rostro tan nuevo y tan familiar al mismo tiempo; ese pequeño demonio, ese angelito de dulzura, esa princesa delicada, ese hábil artista, ese creativo delincuente juvenil, ese precioso o preciosa ES y va a ser hasta el fin de los tiempos: MI HIJO o MI HIJA a quien amo por el solo y sencillo hecho de existir y de que es MI HIJO.
Todo este reino encantado empieza a derrumbarse con el primer cuestionamiento, berrinche, pataleta, arranque de capricho y otras demostraciones de alteridad o rebeldía de nuestros hijos, y es justamente ahí cuando nos damos cuenta de que nuestro bebé se quiere tomar la libertad de pensar y actuar por sí mismo, incluso cuando esta recién estrenada autonomía se oponga radicalmente a nuestros más queridos preceptos. Y es que nos guste o no, los bebés tienen la mala costumbre de empeñarse en dejar de serlo, no sólo crecen sino que en esta era y en este instante lo hacen cada vez más temprano. Parecería que ahora el mundo gira mucho más a prisa y que entre la tierra y el cielo, los cambios son cada vez más rápidos y menos estructurados; lo cual significa que como habitantes de esta “realidad liquida” (Lyotard), nuestros hijos se han convertido en seres fluidos, casi diluidos en conceptos existenciales que tienen mucho de funcionales pero poco sentido de pertenencia. Y no es que los infantes no sean parte de algo, puesto que lo son, y de muchas cosas, grupos, redes sociales e incluso ideologías, pero muy pocos se sienten realmente parte de su familia de origen, del colectivo social que tiene la obligación de legarles un sistema de valores, un designio de supervivencia, un propósito existencial, una herencia filosófica, una cosmovisión y una identidad primigenia; en resumen, un lugar en el mundo.
Todo lo mencionado anteriormente nos lleva a una sola conclusión, un resultado ineludible; el sentido de pertenencia de todos y cada uno de nosotros depende de lo eficiente o negligente de nuestra inscripción en la cultura, de cuan comprometidos estaban nuestros padres en construir para nosotros un eje de origen suficientemente fuerte como para que podamos enraizarnos en esta plataforma de mitos familiares y tener siempre una línea de seguridad que nos sostenga en este mundo aun en la peor de las circunstancias.
“Sentido de pertenencia”, suena a mambo jambo psicológico, a palabrería de nueva era, pero es un concepto básico, fundamental y estructural de todo proceso de paternidad; pero de que se trata exactamente, pues, el sentido de pertenencia significa que los chiquillos se sientan realmente conectados con algo más grande y trascendental representado por el estado doméstico, por lo que significa ser el sucesor de un apellido y una tradición social, emocional, económica y espiritual. Cuando falla este sentido de pertenencia los niños se quedan en una etapa anterior en la cual no han terminado de introyectar un sistema propio de valores, es decir no han completado la transición entre el portarse bien de acuerdo a lo que sus padres esperan de él/ella y el vivir de acuerdo a sus propias creencias y paradigmas, que a su vez son el resultado de un proceso reflexivo de análisis y evolución de los principios que aprehendieron de sus padres, lo cual no quiere decir que dejen de respetar las certezas de su sistema familiar, sino que ya no hacen o dejan de hacer las cosas porque alguien se los pide o impone, sino porque así decidieron vivir su vida enmarcada en un sistema ético propio, sostenible y sustentado en el discurso de su particular subjetividad.
Quién soy y hacia donde decido llevar mi vida es la escritura de una historia personal cuyo prefacio se imprimió mucho antes de que yo pensara siquiera en nacer y que corresponde a los lenguajes con que nuestros padres nos pensaron, idearon, conjuraron, planearon y finalmente trajeron a este mundo. Si este prefacio se consolida como un pasaje solido entre quien soy para ellos y quien soy para mí misma, el sentido de pertenecía se cristaliza y mi subjetividad se torna en un entretejido de identidades únicas, propias y concretas elaboradas dentro del marco referencial de una ética nueva alimentada de la sabiduría ancestral de quienes me hablaron, aceptaron y reclamaron como SU HIJA. Este prefacio implica que como padres estemos dispuestos a dar la vida a nuestros hijos sin egoísmos, manipulaciones ni deudas ajenas, sin expectativas frustradas de mi propia leyenda personal ni agendas ocultas; en ese sencillo hecho de regalarles la vida, de traerlos al mundo sin más intención que el darle a un pequeño ser la oportunidad de convertirse en un hombre o mujer con libertad, tranquilidad y seguridad de que como sus padres, pase lo que pase, lo vamos a amar siempre.
En conclusión, el sentido de pertenencia es esa confirmación recurrente, persistente, constante e inmutable y sobretodo amorosa, de que como lo hicimos el primer instante de reconocernos en ese rostro tan nuevo y tan familiar al mismo tiempo; ese pequeño demonio, ese angelito de dulzura, esa princesa delicada, ese hábil artista, ese creativo delincuente juvenil, ese precioso o preciosa ES y va a ser hasta el fin de los tiempos: MI HIJO o MI HIJA a quien amo por el solo y sencillo hecho de existir y de que es MI HIJO.
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