lunes, 15 de noviembre de 2010

La Navidad es un compromiso sin tiempo

Noche de paz…Esa sencilla frase encierra la respuesta a una de las preguntas más importantes de nuestra era; ¿Qué es la Navidad?
Muchos piensan que Navidad es un sinónimo de compras, regalos, agasajos, fiestas e incluso uno que otro exceso. Hemos pasado de un ritual sagrado a un evento corporativo planificado por especialistas del entretenimiento. ¿Será en verdad que de ahora en adelante la Navidad está sentenciada a ser uno más de los incidentes sociales donde podemos dar rienda suelta a nuestro insaciable apetito de acumulación y glotonería?… Si esto llegara a suceder, sería realmente una gran pérdida. Hubo un tiempo en que la Navidad significaba mucho más, algo completamente diferente a la vorágine publicitaria que amenaza con tragarse todo resto de tradición familiar que quede de esta fecha.
Pero recordemos de dónde viene la Navidad y como fue esa primera Noche Buena en que Dios nos dio la más valiosa lección de paternidad. Para mí, Navidad es el compromiso del Padre más grande y perfecto del universo, esa demostración sin precedente mediante la cual, en una sola frase, con una sola palabra, nos cambió la perspectiva de todo lo conocido y de golpe y porrazo pasamos a ser “Hijos de Dios”. HIJOS!!! No criaturitas, animalitos, mascotas o insignificantes seres inferiores, HIJOS. No sólo encarnó Dios hecho hombre, sino que para hacernos parte de su familia, nos envió a su Hijo Amado para ser uno de nosotros, para caminar y habitar entre los hombres validando en su sacrificio nuestro derecho a la humanidad como reflejo de la luz divina.
No sería hermoso recordar este regalo inmenso de amor paternal siguiendo su ejemplo, y sentarnos todos a la mesa para partir el pan con nuestros seres queridos sin ninguna pretensión de protocolo, etiqueta o intercambio de regalos; cuando el único presente que deberíamos traer es nuestro corazón abierto para aceptar a nuestros padres, hijos, hermanos y parientes tal y como son, haciendo al menos el intento de ensayar algo de ese amor incondicional, imperturbable y eternamente constante de nuestro Padre.
Bastaría apenas con reflexionar acerca de ese pacto que se inició con la llegada del Niño Jesús, ahí en el más humilde de los escenarios, en un pecebre sin aspavientos ni solemnidades, vino Dios Hijo para estar-entre-nosotros, para ser uno más y entendernos, para enseñarnos lo que significa ser parte el uno del otro porque todos somos parte del nosotros, la ilusión grupal que sostiene el sentido de pertenencia por medio del cual un grupo de personas se convierte en una familia.
Navidad y familia vienen a ser entonces dos caras de la misma moneda donde se acuña el sentido más profundo de la existencia humana, el sentirte parte de algo mucho más grande y trascendental que tu efímera existencia. Ser y estar-en-un-mundo que nos concierne a todos y donde todos y cada uno de nosotros tiene la libertad de ser uno mismo con respeto a la alteridad del otro y el derecho a la diferencia. No somos familia porque opinemos todos lo mismo o porque nos unen lazos de consanguineidad, afectividad o conveniencia; somos una familia porque compartimos nuestras vidas, abrimos los espacios más íntimos de nuestra consciencia, escuchamos a los otros y los sentimos con la misma vehemencia con que nos afectan nuestras propias emociones; porque nos duele su dolor y nos llena su dicha, y porque pase lo que pase, aunque nos perdamos en el camino al punto de poner en duda nuestra propia dignidad, los nuestros jamás dejarán de amarnos y creer en nosotros. La Navidad es el sutil recordatorio de que siempre podemos regresar a las raíces de nuestro lugar seguro para encontrarnos nuevamente en ese espacio emocional que es reserva de identidad y fortaleza, porque haya o no haya regalos, lujos o banquetes, donde está la familia, es allí donde siempre, siempre estará el

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