Entre los casos que hemos analizado en la práctica clínica se hace
evidente que la fantasía utópica y
generalmente exacerbada de una historia de amor tipo cuento de hadas, provoca
que el sujeto idealice la figura del ser amado, al punto de convertirlo en la
personificación de la única pieza que puede llenar su vacío existencial y
garantizarle la felicidad completa. Este tipo de fabricación ilusoria debe ser
una de las peores consecuencias de la falta de comunicación entre la pareja,
puesto que deriva en una alucinación personal donde la opinión del otro es
sometida, interpretada o suprimida para satisfacer las necesidades narrativas
de la mitología particular en la que se ha enfrascado la obsesión amorosa del
sujeto.
De ahí que la separación del objeto de amor o del objeto de deseo, sea
casi imposible de aceptar y que la persona se lance al abismo de la
desesperación, con la certeza absoluta de que si el amor se acaba, debería con
esta relación, también acabarse el mundo.
Uno de mis pacientes había decidido que la única forma de lidiar con la
infidelidad de su ex-mujer era el suicidio emocional, razón por la cual se
endosó al amortiguamiento permanente de la intoxicación alcohólica; se la
pasaba, como él dice, de farra en farra y de vaso a botella. Según su
razonamiento, esta condición enajenada lo transportaría a un mundo donde el
tiempo se detendría hasta que ella volviera a rescatarlo.
Claro que la añorada
damisela tendría que enterarse de la condición deplorable de su ex parejo y
además debería ser el blanco de los discursos y acusaciones de los comedidos,
amigos o defensores del pobre e inocente caballero. Por demás está decirles que
esta conducta auto-destructiva pecaba de ser en exceso desaliñada, mugrosa, harapienta
e impertinente, lo cual aunque al principio podía apelar a la solidaridad de
sus compañeros de juerga, con el tiempo se convirtió en una lacra social que no
pasaba de ser un fastidioso y lamentable despojo humano. Y es que los borrachos
depresivos pueden ser interesantes y hasta conmovedores, pero llega un punto en
que todo el mundo se cansa de estar consolando siempre al damnificado de la
misma y desgastada cantaleta. En resumen, nuestro lacrimoso borrachito, perdió
su salud, sus amigos, su departamento y su empleo por andar dramatizando el fin
del mundo hasta que su propio universo colapsó irrevocablemente.
Otra paciente que había sido maltratada verbal y físicamente por su
cónyuge durante años, al ser abandonada por tan “admirable” individuo, no
soportó la libertad y se lanzó inmediatamente en la búsqueda implacable del
perdón del tipejo; motivo por el cual se deshizo de todo aquello que la
separaba de su cruel ex-amo y dejó atrás la razón, el orgullo, la vergüenza
propia y la dignidad humana. Acompañada tan solo de sus traumas, se armó de
dependencia, masoquismo e inseguridad y fue a rogarle que le hiciera el favor
de volver a su lado; aunque fuera a medias, tercios o quintos, dependiendo del
número de aventuras que su ego de macho chauvinista tuviera a bien necesitar.
Obviamente, le pidió perdón por ser tan tonta de reclamarle los golpes y las
traiciones y le juró que aprendería a comportarse para que él no se viera
obligado a castigar la exageración histérica, las exigencias paranoicas y la insolencia
de atreverse a pretender que su marido la trate como a un ser humano. Ella no
volvería a hurgar en sus cosas, esculcar su ropa o revisar su celular, y él a
cambio intentaría mantener sus indiscreciones fuera del perímetro del departamento
que ella había comprado y que ahora él ocupaba a sus anchas. Este arreglo
aunque humillante y despectivo, es más común de lo que quisiéramos imaginarnos
e incluso, muchas veces, es consolidado por la tradición pseudo-religiosa que
le enseña a la mujer a perdonar todo y cualquier agravio, puesto que este es su
deber de “buena esposa”, sosteniendo que lo único importante es conservar la
integridad del matrimonio, aunque para esto la señora ama de casa tenga que
arrastrarse hasta el absurdo; como si el hecho de divorciarse fuera a
desencadenar los cuatro jinetes del apocalipsis.
Personal o aprendido, traumático o heredado; este brote sintomático de
la cara más fea de la personalidad dependiente, engaña a cualquier psiquismo
para desestructurarlo enganchando la estabilidad del sujeto al imperativo de
conservar al Príncipe o Princesa Azul como protagonista de nuestro precario
cuento de hadas. Es como si no hubiera la más pequeña posibilidad de escribir
otra historia y de volver a enamorarnos, por eso nos encaprichamos con la
“única” persona que vamos a amar, querer o necesitar en este mundo; porque en
el fondo, nos da demasiada pereza aceptar que fue un tropiezo y empezar a
levantarnos. O tal vez la cultura nos hace tenerle tanto pavor a lo desconocido
que hacer duelo y procesar las pérdidas nos parece una tarea inútil o
imposible. Por eso es mejor malo conocido que bueno por conocer y el matrimonio
tiene como condición indispensable el “amar demasiado” porque la separación vendría
a ser un pecado que se castiga con la muerte.
Entonces sí podemos perdernos en nuestro propio Cuento de Hadas, aunque
se convierta en una horrible pesadilla; así evolucionamos del Cuento de Hadas
al fin del mundo, aferrados al pasado como si el presente fuera inmóvil y el
futuro inexistente. ¿Será que simplemente esta es la única forma de justificar
la depresión, el auto-sabotaje y la postergación de las metas? Porque hemos
decidido que es injusto seguir viviendo, sin darnos cuenta de que el Síndrome
del Fin del Mundo sí arrasa con la vida,
pero no en la Tierra, sino en la existencia psíquica, emocional, sexual,
espiritual, social, familiar, académica y laboral del paciente.
Y es que donde aparece este Síndrome el deseo se satisface y el sujeto
realmente acaba con su vida, o al menos extinguirá toda posibilidad de
reconstruir su persona, tal y como la conocía. Lamentablemente y pese a la
creatividad con que estos dolientes canalizan sus esfuerzos auto-punitivos,
destructivos y dramáticos; la catástrofe lejos de ser global termina siendo
devastadora, siniestra y fatídica pero para la vida personal y la estructura
psíquica del sujeto, incluso al punto de condenarlos a su propio infierno privado
y particular.