viernes, 8 de abril de 2011

EL POSTE ALEGA DEMENCIA

Cuántas veces hemos escuchado y resentido la alegórica frase del “esque”; “esque yo no fui!, “esque no me di cuenta”, “esque tu debiste…”, Esque… ¿Esque?… ¡Esque!
No les parece que esta es una de aquellas cosas que hacen de una situación un problema, de un conflicto una crisis y de un error una desgracia. Por más que nuestros padres nos hayan educado con todo amor y comprensión o con mano dura y moralidad férrea, el “esque” es una parte inherente de nuestra cultura. Estamos acostumbrados a echarle siempre la culpa al otro o a buscar entre la superstición y las coincidencias desafortunadas una manera fácil de sacarnos la culpa de encima. Y es justamente esa, la desresponsabilización, una de las fallas más importantes de nuestro sistema educativo y de formación.
Cómo padres tenemos la obligación de preparar a nuestros hijos para que puedan sobrevivir en este mundo, y la capacidad para reconocer sus errores y hacerse cargo de la responsabilidad así como las consecuencias de sus actos, es una característica fundamental del proceso de maduración de todo sujeto. Ser humano implica ser falible, cometer errores, meter la pata a veces por negligencia propia, y otras por simple cotidianidad, pero como dicen, “errar es de humanos”.
Entonces, ¿Por qué en nuestro medio es tan complicado aceptar que todos cometemos errores? Será que desde pequeños hemos aprendido que equivocarse es malo, como si fuera un signo de debilidad, maldad o inmadurez, casi casi como que debemos cubrir a toda costa cualquier huella de nuestros desatinos como si en lugar de la Tierra, existiéramos en el país de los gatos donde todo lo que apesta termina siendo enterrado o empujado bajo la alfombra. Este simple acto de inconsecuencia termina siendo la fuente de demasiados fracasos, la justificación para desempeños cuestionables y la explicación terca para toda dificultad, además de que despoja al sujeto de su capacidad para aprehender de sus errores y convertir a una crisis en una oportunidad.
Puede ser entonces que este “esqueísmo” sea también el causante de nuestro persistente pesimismo, de la crítica destructiva e incluso de nuestra alejada y parsimoniosa indolencia. Lo desconocido es siempre amenazante, mucho más cuando este espacio de lo desconocido tiene la desventaja de presentarse como consecuencia de nuestro propio desacierto y cuando la muy necesaria introspección debe salvar los complejos de esa antigua necesidad por parecer infalibles para poder concebirnos como valiosos.
Es muy nuestro este habilidoso arte de hacernos los locos y sacarle el cuerpo a la responsabilidad por nuestros errores y a su consecuente enmienda, lo cual a más de ser desgastante, nos priva de la oportunidad de aprehender de los tropiezos entendiendo que una caída no es sino un paso más del camino. Deberíamos cambiar esta forma evasiva y condescendiente de percibirnos a nosotros mismos para que mediante la responzabilización convirtamos cada impase en una oportunidad para crecer, madurar y mejorar nuestras destrezas tanto en lo concreto como en lo espiritual. La importancia de enfrentar las consecuencias de nuestros actos yace en el hecho de que la sabiduría y por ende el éxito en la vida es un asunto de práctica, experimentación y rectificación constante, en otras palabras; “Vive y aprehende”.
Todo padre o madre debería contenerse de decirle a su hijo “”Te vas a caer!” para reemplazarlo por el “¡Sujétate fuerte!”, o intentar el “¡Tú puedes!” en lugar del fatalismo desalentador de un insulto, una burla o la humillación. La autoestima de una persona no puede depender de su forzada perfección o de su capacidad para justificarse, echarle el muerto al otro o buscarle excusas, sino que al contrario, la autoestima debería construirse a partir de una dinámica de conceptualización de mi propia autoimagen en el equilibrio entre mis fallas y mis aciertos que me permiten equivocarme, crecer, madurar, aprender; en pocas palabras caer y levantarme cuantas veces sean necesarias para encontrar las respuestas y abrir los caminos que me permitan conseguir mis metas o alcanzar mis sueños. Es mucho más productiva una sociedad donde cada sujeto se hace cargo de la responsabilidad por las consecuencias de sus actos, cumple con su palabra, es decir; hace lo que debe hacer y lo hace a tiempo y bien, esto significa que cada día trae una nueva oportunidad para vencerse a sí mismo superando obstáculos internos y externos comprometido con su propio desarrollo y evolución.
Al fin y al cabo y como dice un antiguo proverbio; aunque errar es de humanos, perdonar es divino y corregir es de sabios.

DISCIPLINA SIN VIOLENCIA

Ser padres se ha convertido en una de las funciones más difíciles y complejas de nuestro tiempo, antes la función parental estaba concretamente definida por parámetros de formación en valores, modales y educación basada en una herramienta real o imaginaria; el eficaz método del palo pedagógico.
“La letra con sangre entra”; decían los abuelos y debe tener algún valor de verdad porque después de unos bien suministrados azotes, el chico solito aprende la diferencia entre lo que debe y lo que no puede hacer. Entonces, la pregunta sería; ¿por qué es tan malo pegar a los niños?
Pues bien, cualquiera que haya sido víctima de una paliza sea “pedagógica” o no, ha sentido la maraña de sentimientos que te inundan cuando la integridad de tu cuerpo ha sido quebrantada; la ira, la rabia, la impotencia, la frustración, el resentimiento, la amargura, la decepción, la pena, el miedo, la ansiedad y la angustia que se apoderan de cada uno de tus sentidos. Esa sensación de inseguridad, de que cualquier cosa podría pasarte, ya que justamente las personas que supuestamente están en esta tierra para protegerte, te agredieron, y que no tienes más remedio que tomar una de las dos posiciones en esta ecuación; o eres víctima o eres agresor.
Esta situación hace que los niños maltratados puedan inclinarse por un mecanismo de defensa de identificación con el agresor y que de ahí en adelante vivan su vida en todos los contextos bajo el precepto de que “el que pega primero, pega dos veces” y que la única forma de sobrevivir es estar permanentemente a la ofensiva y atacar a la menor provocación e incluso a veces, solo por deporte. Estos son niños que no confian en nadie puesto que creen que la confianza, la ternura o el amor son signos de debilidad y que serán usados en su contra, por lo tanto toman, someten, se apropian, invaden y agreden para crear lealtad en función del miedo y no del respeto, con la creencia de que si son los más feroces verdugos, no volverán a ser agredidos ni a sentirse despojados de su dignidad
Otros niños maltratados tienen la angustia depresiva como mecanismo de defensa y se acomodan a toda situación adversa actuando bajo la terca convicción de que el mundo es una jungla despiadada dispuesta a tragárselos vivos. Su forma de sobrevivir será la de esperar siempre lo peor, considerarse a sí mismos victimas en potencia sin importar lo afortunado o desafortunado de la situación; creen que ellos nacieron para perder. Así van creciendo con una percepción pesimista y autocastigadora que les garantiza siempre un resultado trágico o al menos la desventaja de no tener esperanza pero no resignarse a perderla para siempre.
El maltrato confirma su cruel receta, creando sujetos atados a la esencia del maltrato, la agresión y la violencia como condición fundamental de la existencia misma. Maltratados o maltratantes, victimas o agresores, vasallos o verdugos oscilan en un pendular de miseria humana y pobreza existencial, carentes de autoestima y con el espíritu quebrantado ofertan su voluntad a cambio de una función, un escudo, una máscara o un servilismo complaciente que les ahorre el revivir la experiencia dolorosa y traumática de la infancia. Sin embargo sus vidas son configuradas bajo los mismos paradigmas absurdos, llevándolos precisamente a repetir la fatalidad amenazante de su niñez de maltrato.
Ojalá que la próxima vez que en nuestra desesperación por retomar un control que parece habérsenos escapado de las manos, recordemos que al levantar un solo dedo en contra de la dignidad, la integridad y el cuerpo de nuestros hijos, no solo estamos ejerciendo una autoridad violenta, intrusiva y totalitaria, sino que además, les estamos enseñando que su cuerpo no le pertenece y que si sus padres pudieron maltratarlo, cualquiera puede usarlo, y que no hay seguridad ni certezas en este mundo porque pegar a un niño es destruir su posibilidad de imaginar un espacio seguro y construir un hogar.
Sé que la disciplina es importante y por eso les pido que me acompañen a explorar otras alternativas para ganarnos el respeto y la obediencia de nuestros hijos explorando opciones como la comunicación abierta y fluida, el escuchar empático que nos permite entender a otros desde su propia perspectiva, la discusión argumentada con respeto a la alteridad de criterios, el reclamo responsable y la construcción de una autoestima saludable mediante la comprensión de las consecuencias de nuestros actos y su consecuente responsabilizacion. Esto nos permitirá pasar de un modelo represor y destructivo a un modelo de paternidad sistémica en el cual enfatiza el dialogo y el uso de las consecuencias lógicas como herramienta de crecimiento y aprendizaje.
La disciplina no implica someter o intimidar al otro, mucho menos cuando este otro es mi hijo, disciplina significa respeto sin coacción, chantaje, soborno, maltrato o manipulación; la diferencia entre el respeto y el miedo es la misma entre el imponer rango o proyectar jerarquía. Seamos padres, maestros, cuidadores y guías espirituales, modelos a seguir en lo práctico y en lo filosófico, de modo que cuando nuestros hijos crezcan sean mejores y más fuertes que nosotros porque no tuvieron que crecer en un mundo agresivo y limitado, sino que les heredamos un universo de libertad y responsabilidad en donde pueden construir un mundo del tamaño de sus sueños.